Fotografía: MarthaJ.OsunaB. Ángel Gustavo Rivas Información general sobre el Festival de las Artes Navachiste Ha llegado la Primavera, en Ciudad de México ya están floreadas las jacarandas y el color violeta embellece los paisajes urbanos, esto significa -se lo escuché a Vidal Flores alguna vez a la orilla del mar- que ya está muy cerca el Festival Navachiste. Las olas del mar, en la costa sinaloense, están acomodando la arena para recibir a los amantes de la poesía que llegarán al Carrizo Colorado a pasar una semana entre letras, escultura, teatro, música, agua salada, cerros y otros humanos felices en un ambiente que conjuga arte, naturaleza y fraternidad. El Festival Internacional de las Artes Navachiste se celebra "siempre en Semana Santa" en las costas de Sinaloa, sobre la arena con conchas de caracol, entre cerros y manglares y ante las tranquilas aguas de la Bahía de Navachiste, en los límites de los norteños mu
El ruido en el antro no bastaba para ocultar la carrilla del Machacas, que hacía que el Jota Ele se impacientara. ¿Y quién no se impacientaría cuando la carrilla es por tener el amigo chiquito? “¡Qué chiquito ni que nada!”, decía el Borrego. “¡Necesitas una pinche lupa pa’ ver esa madre!”. Y se carcajeaba.
Por
eso esa noche el Machacas estaba chingue y chingue.
–¡Qué
buenas están las morras!
El
Luisín venía de Guasave, andaba entusiasmado porque sabía que las morritas de
Culiacán estaban bien ricas y además, las de los antros eran superjaladoras. Su
primo el Neil fue con él al antro y de volada se acoplaron con unas morras,
invitándoles unos shots. Sabía que en
esos lugares un carro del año bastaba para subir mínimo a dos, pero
ambientarlas con unos traguitos tampoco estaba de más.
El Chabelo
no se reía, o al menos no lo demostraba. Permanecía callado, sentado a un lado
del hijo de su patrón. De vez en cuando volteaba a ver a los muchachos, esparcidos
entre la multitud, uno sentado en la barra, otro en la mesa contigua, otro
cerca de la entrada, y otros más por ai, todo bien organizado, “pa’ que al Jota
Ele no le pase nada”.
El Róber
llegó emocionado al antro, se bajó del taxi pensando excitado en la Lulú: “Esta noche no se me
escapa”. Había parado en la farmacia para comprar una Levitra y tres paquetes
de condones “con Multi O y texturizados pa’ que nunca se le olvide a la
cabrona”. Unas horas antes de salir, se había masturbado, porque era un hombre
precavido y por las creencias populares de que “era más seguro si le vaciaba el
cartucho al fierro” y “así duraba más a la hora de la hora”.
Al
escuchar la orden, el Chabelo desenfundó la “Fusca” –una beretta de nueve
milímetros que conservaba como trofeo desde que abandonó las fuerzas policiacas
y que su patrón, generoso por sus buenos servicios, le había mandado bañar en
oro– y la apuntó a la cara del Machacas.
–¡Oiga,
compa, no mame! Nomás estamos agarrando cura, no se ponga en mal pedo.
Pero
el Jota Ele, totalmente alcoholizado,
le respondió:
–Esto
te pasa por andar de pinche mamón malacopa, cabrón vergas. Ahora sí te cargó la
verga, pinche pendejo vergas, por andarte metiendo con quien no debes, a la
verga.
–Pero
somos compas, loco. No te pases de vergas.
–Compas pura verga, pendejo. ¡Chíngatelo,
cabrón!
El taxi se había metido al
estacionamiento, y el Róber se bajó justo enfrente de la entrada, le pagó al
taxista y cruzó la puerta. Sentía que el vibrar del ritmo de la música le
potenciaba su galanería. “Soy todo un warrior,
y a la Lulú le
encanta eso de mí”. Recorrió durante un buen rato el antro, buscando a su presa,
pero la Lulú no
aparecía por ningún lado. Después de dar varias vueltas, vio a lo lejos que la Margarita, la mejor
amiga de la Lulú,
salía del antro con un bato. “Chingado, capaz que ya están afuera y yo aquí
buscando como pendejo”. Rápidamente se regresó a la entrada y cuando ya estaba
cerca vio que del baño salían tres morras, y una de ellas era la Lulú. “Lourdes, mamacita”,
pensó, y corrió para alcanzarla.
Antes de jalar el gatillo, el Chabelo
pensó, con el rostro inmutable: “Las pendejadas que hace uno por un poco más de
lana, pinches morros pendejos”.
La bala le entró al Machacas por el
ojo izquierdo, destrozándole el cerebro, y ahí quedó recargado en el sillón de
la sección “viaipí”, boquiabierto y mirando con su otro ojo las luces que
bailaban en el techo. El Chabelo radió a los Chavos mientras levantaba al Jota Ele, que apenas podía estar en pie debido a los tres vasos de
güisqui corriente que se había tomado, servidos directamente de una botella de
“bucanas”.
Eran apenas las doce y media, era ya
25 de diciembre, y dentro del Ágora, el mejor antro de Culiacán, la música
retumbaba ensordecedora y el ambiente estaba encendido. Los ímpetus ardían.
–¡Córrele!
Se escuchó un balazo y la raza gritó.
Unos dijeron “córranle”. Otros simplemente gritaron, pero todos salían
despavoridos del antro, y el Luisín entre ellos. “A chingar a su madre con las
morras, primero está el pellejo”. Y corrió.
En el estacionamiento, el Róber ya
estaba jaloneando en mal plan a la Lulú. Ella ya se quería ir con sus amigas a su
casa. Se habían aburrido y aparte andaban ya bien pedas, y a la Margarita ya se la había
llevado un amigo pa’ la salida norte, a coger. Pero como la Lulú no era de “esas”, le estaba
diciendo que no al Róber: “No estés chingando, pinchi pendejo”. Esas fueron sus
contundentes palabras. Fue entonces cuando un balazo sonó adentro del antro, a la Lulú se le bajó lo peda del
susto y casi se mea, y el Róber se quedó mudo y quietecito.
–¡A la bestia! –exclamaron al
unísono cuando vieron que la raza salía corriendo por la puerta principal, y
esto lo aprovechó ella para desafanarse del enfadoso del Róber, que se quedó
ahí parado mientras ella corría buscando a sus amigas.
–¡Inga tu madre! ¿Pos qué pasó?
Decía estas palabras cuando de la
nada salió de reversa un Audi plateado, que lo tumbó y le pasó por encima con
la llanta de atrás.
–¡Pélate, cabrón!
Espejeó después de sentir que el
carro botó. En el retrovisor no se veía nada, solamente el caos de la gente que
corría por el ruido del balazo. Pero cuando se asomó por el espejo lateral vio
debajo de la llanta trasera un cuerpo que sacudía las extremidades arrítmicamente.
“Es un morro y lo aplastaste. ¡Pélate, cabrón!”. Fue lo único que pensó
mientras se cagaba del miedo. Pisó el acelerador y salió del estacionamiento
del Ágora, se jaló rumbo a la avenida Obregón; al llegar giró a la derecha y
antes de subir al puente que cruza el río Culiacán, volvió a girar a la derecha
para pelarse por el malecón, emprendiendo la carrera rumbo a la colonia Las
Quintas.
–Vámonos por unas morritas, Chabelo,
y ‘traite’ el güisqui este que está bien perrón.
–Jalados.
Salieron por la puerta de atrás, se
subieron a la Tacoma
y se jalaron pa’ la salida sur.
A la una de la mañana el Ágora ya
estaba cerrado y hasta el tronco de policías. Había dos muertos, uno adentro y
otro afuera. Después de examinarlos, un poli exhaló con pena: “¡Ah, pobres
pendejos!”. Y luego añadió, para resaltar lo obvio: “Se va a tener que cerrar
por un tiempo este lugar”.
Por la misma calle, pero llegando a la Obregón, un taxi se
disponía a dar vuelta hacia la izquierda, llevaba a su casa a un grupo de
morritas asustadas. Al mismo tiempo, más allá, rumbo a la salida sur, una
Tacoma que no se había detenido en ningún semáforo se estacionaba frente a una
casa con un foco rojo en el exterior. “Jálense con una pa’ cada uno y dos pa’l
morro”, dijo una voz. Y en otro punto de la ciudad, un auto del año, con el
emblema formado por cuatro aros entrelazados, corría a toda velocidad por el
malecón viejo, con el pánico sembrado en el interior: “Pendejo, atropellaste a
un morro. Pendejo, si serás pendejo, animal”. Tan ensimismado iba el Luisín que
no se fijó que más adelante, casi llegando al puente que va a dar a Ciudad Universitaria,
giraban unas torretas color ámbar. Cuando las notó por fin, la paranoia se
apoderó de él y quiso evadirlas pasando por encima del camellón, pero terminó
estrellándose con unos barriles rellenos de concreto que estaban ahí,
cumpliendo la función, precisamente, de detener a los borrachos que quisieran
cruzar al otro lado por encima del camellón.
Perdió el conocimiento por unos
instantes.
–¡Pélate,
cabrón! –le dijo la voz del subconsciente.
Despertó, salió del carro y se puso
en pie a como pudo, caminó arrastrando un pie y sobándose el hombro derecho,
pero no avanzó mucho, le dolía todo el cuerpo, sentía la cara hinchada y todo a
su alrededor giraba.
–Ni pa’ huir fuiste bueno, Luisín.
No mames.
Y cayó de bruces.
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Karel Apodaca (Culiacán, 1978) Estudió casi completa la
carrera de Químico, después, a un semestre de terminarla, decidió cambiarse a
la carrera de Letras, misma que ha cursado completa; también estudió diez años
de piano, todo en la Universidad Autónoma de Sinaloa, en su natal Culiacán.
Escribe narrativa en sus manifestaciones de cuento y minicuento (o
minificciones), sus minificciones han sido publicadas en un par de antologías
en España y está en espera de publicación un libro suyo del mismo género,
carente de título todavía. “Pélate cabrón” es un cuento raro dentro de la
producción literaria de Karel Apodaca, “parece literatura del norte” dice el
autor bromeando, se separa en cuanto a la materia y al estilo del resto de
sus cuentos. Con este cuento, Karel Apodaca se inicia como colaborador de “El
jacalito del fondo”. También escribe poesía, dos libros suyos están disponibles para su compra aquí.
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Loca esperanza de la vida mía, de Ángel Gustavo Rivas, obtuvo el Premio Interamericano de Poesía Navachiste 2018, y está a la venta en Amazon. Para comprarlo, haga click aquí o en la imagen abajo. Para leer un poco más sobre este libro y leer algunos poemas, vaya a la página en Jacalito Literario de Loca esperanza de la vida mía.
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El Jacalito del Fondo, blog de literatura.
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