Fotografía: MarthaJ.OsunaB. Ángel Gustavo Rivas Información general sobre el Festival de las Artes Navachiste Ha llegado la Primavera, en Ciudad de México ya están floreadas las jacarandas y el color violeta embellece los paisajes urbanos, esto significa -se lo escuché a Vidal Flores alguna vez a la orilla del mar- que ya está muy cerca el Festival Navachiste. Las olas del mar, en la costa sinaloense, están acomodando la arena para recibir a los amantes de la poesía que llegarán al Carrizo Colorado a pasar una semana entre letras, escultura, teatro, música, agua salada, cerros y otros humanos felices en un ambiente que conjuga arte, naturaleza y fraternidad. El Festival Internacional de las Artes Navachiste se celebra "siempre en Semana Santa" en las costas de Sinaloa, sobre la arena con conchas de caracol, entre cerros y manglares y ante las tranquilas aguas de la Bahía de Navachiste, en los límites de los norteños mu
El maestro Gabriel Hernández Soto
estudió la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad Nacional
Autónoma de México (UNAM), y la maestría en Teoría Literaria en la Universidad
Autónoma Metropolitana - Iztapalapa (UAM-I). Este artículo se presentó como
ponencia en el X Congreso Estudiantil de Crítica e investigación
literarias de la UAM-I (X CECIL) y forma parte del libro Un archipiélago de
signos (Trabajos del Congreso
Estudiantil de Crítica e investigación literarias), México, La intendencia
de letras, 2015, que el doctor Jesús Eduardo García Castillo preparó y publicó.
El maestro Gabriel Hernández Soto desea que la publicación de este trabajo en El
jacalito del fondo sea entendida también como un homenaje a la memoria de
su amigo, el Doctor Jesús Eduardo García Castillo, a un año de su muerte. Se
puede consultar más información sobre el autor aquí.
UAM-I
INTRODUCCIÓN
Mempo Giardinelli, en su libro El
género negro, califica como un error teórico el plantear que la novela
negra norteamericana es la evolución “natural” de la literatura detectivesca.
Su argumento es simple pero sólido: a diferencia del detective clásico, el
protagonista hard boiled es un
profesional que, como apunta Chandler en “El difícil arte de matar”, realiza un
trabajo por el cual recibe una paga. Su antecesor, por tanto, no puede ser el aristócrata
que llena su tiempo libre resolviendo crímenes de familiares sin escrúpulos y
mayordomos intrigantes. Su auténtico ancestro es el marshall de los relatos del Lejano Oeste. De este modo, el planteo
de Giardinelli recuerda que, como
señalaba Noé Jitrick en El no existente
caballero, “toda reflexión acerca del instante de pasaje en el que surge la
figura narrativa del ‘héroe’ implica un análisis del mecanismo social que está
en su base y favorece su producción”[1]. Por
consiguiente, para estudiar al héroe del relato neopolicial mexicano es
menester entender cómo se relaciona la modernidad con el género detectivesco.
LA MODERNIDAD DEL RELATO POLICIAL
La narrativa policial surge en el siglo XIX para contrarrestar los
excesos irracionales de la literatura fantástica. Se construye como una
apología del racionalismo moderno y de los valores propios del mundo burgués:
el liberalismo económico y político, la ciencia y el progreso. No es casual que
el detective se presente como el paladín del racionalismo que protege a la
sociedad de las tácticas propias del mal, la superstición y el pensamiento mágico,
a partir del racionalismo científico. El héroe, como menciona Noé Jitrik, siempre
es una representación idealizada de la sociedad que lo crea.
Desde la
antigüedad —y hasta el renacimiento con sus secuelas neoclásicas— el “héroe”
debe estar investido de caracteres psicológicos que corresponden a un origen o
condición social de los modelos determinada —elevada por cierto, pues se trata
de lo más idealizado de una sociedad que trata de proyectarse—. En el
romanticismo el “héroe” amplía el espectro social que le provee dichos
caracteres, puede ser plebeyo y aún definirse por su impenetrabilidad psicológica,
puede llegar a ser desde el punto de vista de los valores todo lo contrario,
una figura agente de una acción que se construye a partir de las aberraciones y
monstruosidades depositadas en el modelo. Estamos en la otra punta de lo más
idealizado de las relaciones entre una sociedad y una forma: de lo más
idealizado que engendra una forma hasta lo más deleznable pero que rellena esa
misma forma. En todos los casos, sea cual sea su resto de energía mítica, el
“héroe” sigue ordenando el relato pues en su configuración el relato se
justifica.[2]
La estrecha relación entre modernidad y literatura policial impidió
durante muchos años la sola idea de que tal género fuese cultivado en
Latinoamérica. El obstáculo principal, sin embargo, no era que en estas tierras
jamás haya existido una policía “científica”, un aparato de justicia eficiente
o la idea de un detective privado, sino la ausencia de una auténtica modernidad
en América Latina. En el libro Filosofía
de la modernidad, Samuel Arriaran
explica que con el término modernidad se suele agrupar tres aspectos distintos:
modernización, modernidad y modernismo. El primero alude al aspecto industrial
y tecnológico; el segundo, a una época de la Historia y a una cosmovisión;
mientras que el tercero refiere a un impulso artístico. Así las cosas, no es
raro que en América Latina hayamos tenido modernización sin modernidad
(industrialización sin democracia; libre mercado sin libertad de expresión); lo
extraño es que hayamos creado un arte moderno o modernista.
La aparición en 1969 de El complot mongol de Rafael Bernal, punto de inflexión de nuestra
literatura policial, anula toda posibilidad de tildar a nuestra narrativa de
provincialismo intelectual, toda vez que, si bien no niega su filiación con la
tradición detectivesca, incorpora al género un elemento impropio del canon: no
es una defensa de la modernidad, sino su crítica.
Tal subversión se da por dos vías. Por un lado, en vez
de entender a la modernidad como el espacio idílico donde reina la paz, el
orden y el progreso, colige que “ser modernos es encontrarnos en un entorno que
nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros
y del mundo”[3],
de ahí su propensión a dar absoluta preeminencia a la aventura. Por el otro, en
lugar de asumirse como un discurso apologético del Estado, el neopolicial asume
como una responsabilidad el “desentrañar los resortes más profundos de la nula
impartición de la justicia y de la corrupción policiaca [a partir de presentar
las historias de aquellos seres que] viven más allá de los límites [y que, por
tal motivo,] son habitantes del lado oscuro de la vida, son los perdedores, los
que resisten, los que se doblan pero no se rompen, los otros, a quienes la vida cobra una cuota demasiado alta”[4].
De esta manera, la realidad social y política de América
Latina dejó de ser un escenario impropio del relato policial para convertirse
en el ambiente propicio para la aparición de un héroe que, como todo héroe
moderno (aquí está la crítica a la modernidad desde la modernidad), encuentra
su identidad al confrontarse con su sociedad. Por paradójico que parezca, el
gran hallazgo del neopolicial consiste
en haber entendido que de “la misma naturaleza contradictoria de la
posmodernidad, surge una multiplicidad de rituales […] de duplicidad, astucias,
y otras conductas intersticiales como formas de libertad”[5], y que
tal escenario propicia la aparición de héroes improvisados como el Chino de Sueños de frontera (1990), la novela
policial que Paco Ignacio Taibo II ubica en Mexicali, que en el cabalístico
séptimo intento del día, logró escapar de la patrulla fronteriza y cruzar al
otro lado: “Qué, ¿en el DF ya no tienen héroes y leyendas y chingaderas de
éstas?”[6],
pregunta el cronista fronterizo a Héctor Belanscoarán Shayne.
En síntesis, el neopolicial se va a caracterizar,
contrario al canon, por el enfrentamiento entre un Estado, que no será más el
dador de un cúmulo de herramientas contra las fuerzas del mal, y un héroe
improvisado al que la vida (la modernidad) ha colocado en la encrucijada de
salvar su vida o ser víctima del sistema social en que transcurre su
existencia. La reunión de estos factores plantea, por sí mismo un
cuestionamiento teórico: ¿es válido nombrar a esta narrativa como policial? “Teóricos”
como Paco Ignacio Taibo II[7] plantean,
por ejemplo, que el nombre apropiado para esta narrativa policial es el de
“Nueva literatura de aventuras policiales”; otros, como Víctor Ronquillo,
prefieren el de neopolicial, en tanto
que la esencia del género (el crimen y la inteligencia), si bien alterados,
continúan organizando el relato.
Ahora bien, novelas como Crímenes de familia (1996)
de Gregorio Ortega, parecen agudizar este problema teórico. No sólo otorgan
preeminencia a la acción, incluso utilizan esquemas narrativos propios de la
novela de aventuras como el esquema picaresco. Como es fácil imaginar, tal
construcción novelesca plantea nuevos problemas a la teoría policial. El objeto
de las siguientes páginas es indagar en dichas repercusiones.
LA NARRACIÓN PICARESCA DE UNA NOVELA
POLICIAL
Crímenes de familia podría leerse dentro de la tradición policial inaugurada por De
Quincey: el crimen como una obra de arte. “Hago bien el oficio que debiera ser
una de las bellas artes”[8],
reflexiona el narrador-criminal en más de una ocasión. No obstante, el hecho de
que en Crímenes de familia tal
discurso no sea destinado al lector sino a otro personaje (el hijo), implica ya
de por sí un problema pues, como apunta Carlos Pacheco al ocuparse de la
poética de Rulfo, Guimaraes Rosa y Roa Bastos en La comarca oral, “la oralidad popular no es ni puede ser
reproducida de manera directa, sino sólo representada mediante una habilidosa y
sofisticada elaboración lingüística y literaria”[9], es
decir, mediante un artificio literario. Habría por tanto, entre la oralidad y
su escritura, la mediación artística del autor.
El problema radica en que, según la lógica de la novela,
Crímenes de familia es “la
autobiografía de un personaje de ínfima condición social que pretende
justificar cínicamente su deshonra”[10]; es
decir, una picaresca. Esto nos debe llevar a colegir, no sólo que la oralidad
es “la clave de un conjunto de recursos de representación literaria”[11], sino,
principalmente, que en dicho discurso existe una intencionalidad que condiciona
el desarrollo de la narración. El personaje-narrador de la estructura abismada
es, por consiguiente, un narrador no fidedigno. En todo esto no habría una
subversión del canon. Agatha Christhie ya lo empleaba con éxito. La violación
al canon es más profunda: no se trata de ocultar la Verdad, sino de destruirla.
Pero no adelantemos.
Crímenes de familia es la narración en
primera persona mediante la cual un sicario cuenta a su hijo, cumpliendo todos
los requisitos de la picaresca, cómo su situación social le obligó a buscar
cualquier salida. Si bien no desciende de una prostituta, la violencia sexual
proviene del padre.
No salimos de allí por capricho ni por afán de superación.
Que no te cuenten, no huyes de la violencia y de la miseria porque no te gustan
y porque quieres ser como los ricos. Eso no es cierto, huimos ¾en
cuanto pudimos hacerlo¾ del cuarto redondo de El Arenal por miedo. Sí, como
lo oyes, tuve miedo de ser como Rafael, tu abuelo, sobre todo cuando empezó a
golpear a mi madre y a ver con ojos de hombre, no de padre, a mis hermanas. (p.
14)
Ignorado por la sociedad, el pícaro se ve obligado a ejercitar su
inteligencia (aquí está el punto de unión entre el policial y la picaresca) en
las malas artes. Si en La Lozana andaluza, el poema picaresco del siglo
XV de Francisco Delicado, se nos cuenta que la andaluza “tenía gran ver e
ingenio diabólico y gran conocer, y en ver un hombre sabía cuanto valía, y qué
tenía, y qué la podía dar, y qué le podía ella sacar”[12], el
sicario dará cuenta de cómo “uno de los secretos del buen arte de matar es
hacerlo tú mismo, por lo importante que resulta que la víctima lo sepa, que se
entere de la traición y de que va a morir, sin que los demás, principalmente la
policía, se enteren de que estás ahí”. (p. 79)
Pronto, sin embargo, comienza a aflorar el carácter
reflexivo del pícaro. La primera de sus conquistas intelectuales es la
conciencia de su lugar en el mundo. Todavía no se trata de un juicio moral,
pues como menciona Alberto Blecua: “¿Qué virtud puede alcanzar un hombre como
Lázaro de Tormes, cuya educación desde sus padres y primer amo consiste en el
engaño y en la lucha constante contra la miseria?”[13]. Se
trata, más bien, de una indagación ontológica, la cual es verbalizada desde un cinismo
total:
Durante
muchas horas me torturé para encontrar el adjetivo al oficio que elegí, no
quería eufemismos ni imposturas. Asesino me pareció pasado de moda. No hay
criminales fríos, seguros, conscientes del oficio. Según la justicia y la
psicología, todos están enfermos. Verdugo tampoco me gustó, porque no existía
compromiso legal de por medio. Opté por el de ejecutor, porque eso haría,
ejecutaría las órdenes del que me pagara por matar. (p. 16)
La segunda adquisición intelectual será la del placer, o sea, la de
la existencia del mundo: “Costo dinero, pero en 72 horas reuní los requisitos
necesarios para obtener el pasaporte y, por fin, iniciar mi verdadera salida de
la trampa en que nací” (p. 46).Ya no se trata, pues, de no morir; se trata de
vivir. De ahí que el comentario de Bruno Damián acerca de que “tanto La Lozana como La celestina representan una glorificación de la vida, una
invitación al carpe diem”[14] no es
una cuestión banal. El pícaro comprende que la condición de ser humano no
reside en la mera sobrevivencia sino en la capacidad para experimentar todos
los aspectos que la vida en sociedad provee al hombre: “Cumplirle así al Jaguar
me abrió la posibilidad de transitar de la miseria a la abundancia, me permitió
tener el dinero suficiente para acceder a la cultura, para aprender a vivir,
para comprender lo que puede ser la
gracia divina y la ira de Dios, para ser dueño de ese libre albedrío que tanto
pregonan…” (p. 39)
Para la crítica tradicional, el aspecto más importante
de la literatura picaresca proviene de que “al relatar su biografía [el pícaro]
va describiendo de forma irónica la vida y los milagros de las clases sociales
por las que vaga”[15]. Se
privilegia, por ende, la revelación social más que la individual. El relato
importa más que el enunciador, quien no deja de ser un elemento anecdótico que
sirve de vehículo a un fin mayor: la crítica a las instituciones y las
convenciones de una sociedad anquilosada. En Crímenes de familia sin duda ocurre este fenómeno. A partir del
sicario se devela los manejos oscuros de la política mexicana: “No me salga
ahora ¾se queja el asesino a sueldo¾ conque se trata del bienestar de la República: no es cierto” (p.
69).
Tal perspectiva del
relato picaresco, sin embargo, elude el problema de la conformación discursiva
del personaje. Omite que “cuando decimos algo —exacto, dudoso, falso o
verdadero— no debe de perderse de vista que quien dice es alguien y que lo dice acerca de algo a alguien. Personas encarnadas
en nuestro estar en tierra, necesitamos no sólo decir el mundo sino que el
mundo se nos revele y nos diga”[16]. Si
bien la finalidad del discurso (justificarse) resulta obvia en un principio, el
embelesamiento causado por recordar(se) y narrar(se) su existencia, aunado al
connatural sentido crítico y al desarrollado cinismo, provocan que el pícaro olvide
el motivo primordial de su enunciación y comience a dotar al relato de un cariz
peligroso: deja de ser una apología para convertirse en una indagación
ontológica sobre las causas de su vida. Pretenderá hallar en el discurrir
verbal de su memoria las claves que le pasaron inadvertidas: “A ver si
conversando contigo doy en el clavo” (p. 76). El discurso hacia el otro se
vuelve un discurso hacia él mismo. Y en ese desdoblarse de su personalidad, el
pícaro advierte los peligros del habla: “La verdad es que me siento confrontado
conmigo mismo y siempre pierdo la batalla”
(p. 99).
El problema
fundamental de la adquisición de esta conciencia narrativa no es tanto que
afecte o no al personaje, ya que éste bien puede rehacer su ejercicio. La
trasgresión ocurre en el ámbito del género policial. Como mencioné en un
principio, en la tradición creada por Poe, la Verdad es el valor por
antonomasia. La hazaña del detective consistía en hallar la Verdad acerca del
delito a través de la maraña urdida por el criminal. Pero cuando el relator
(único ente capaz de hacerlo) se sabe incapaz de develar la Verdad, el género
policial entra en crisis. Tal subversión, sin embargo, no destruye a la
literatura detectivesca. Por el contrario, la extiende: el texto (el discurso) es
el delito; el lector, el detective.
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[1] Noé
Jitrik, El no existente caballero, Megápolis,
Buenos aires, 1975, p. 33.
[2] Ibidem, p. 35.
[3]
Berman Marshall, Todo lo sólido se
desvanece en el aire, México, Siglo XXI, 1992, p. 1.
[4] Víctor Ronquillo, “Alguien tiene que hacer
el trabajo sucio”, en Paco Ignacio Taibo II y Víctor Ronquillo (comps.),
Cuentos policiacos mexicanos,
Selector, México, 1997, p. 14.
[5]
Samuel Arriarán, Filosofía de la
posmodernidad. Crítica a la modernidad desde América Latina, México, UNAM,
2000, p. 215.
[6] Sueños
de frontera, p. 14.
[7] Paco
Ignacio Taibo II, “La nueva literatura policíaca de aventuras en México”, en Cuentos policiacos mexicanos, op.
cit., p. 9.
[8]
Gregorio Ortega, Crímenes de familia, México, Nueva Imagen, 1996, p. 71.
En lo sucesivo se citará por esta edición al interior del texto.
[9]
Carlos Pacheco, La comarca oral. La ficcionalización de la oralidad cultural
en la narrativa latinoamericana contemporánea, Caracas, La casa de Bello,
1992, p. 66.
[10] Alberto Blecua, “Introducción” a La
vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, Madrid,
Editorial Castalia, 2001, p. 39.
[11] Carlos Pacheco, op. cit., p. 21.
[12] Francisco Delicado, La Lozana
andaluza, Madrid, Castalia, 2001, p. 235.
[13] Alberto Blecua, op. cit., p.
32.
[14] Bruno M. Damiani, “Introducción”, en Francisco Delicado, La Lozana andaluza, op. cit., p. 202.
[15] Felix Herrero Salgado, “Introducción”, en Quevedo y Villegas Francisco
de, Historia de la vida del buscón
llamado Don Pablos, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1967, p. 29.
[16] Ramón Xirau, Palabra y silencio,
México, Siglo XXI, México, 1971, p. 2.
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